La
vida de todos los seres humanos, nace, crece, y llega a su madurez, en, por, y
para el “encuentro”. El “encuentro” de los padres comunica la vida al hijo; el
“encuentro” de los padres y los hijos, y de los hermanos entre sí, constituye
la familia, principio y fundamento de la sociedad, y también de la Iglesia, que
es la gran familia de Dios. El “encuentro” con las personas cercanas abre
nuestra mente y nuestro corazón al mundo, da lugar a la amistad, y hace posible
que la sociedad crezca y se desarrolle con vitalidad.
“Encontrarse”
con otro implica situarse frente a él, cara a cara con él, para conocerlo, para
amarlo y recibir su amor, para establecer con él una relación de amistad en la
que cada uno comunica al otro, entrega al otro, lo que él mismo es; le
participa su ser, su esencia, su intimidad.
Jesús
es Dios que se encarna porque quiere “encontrarse” con nosotros, los seres
humanos de todos los tiempos y todos los lugares; Dios que desea ponerse en
nuestra situación para mirarnos de frente, desde nuestra misma condición,
conocernos y dársenos a conocer, amarnos y enseñarnos a amar; amarnos y recibir
nuestro amor, establecer con nosotros una relación de amistad íntima y
profunda, comunicarnos lo que él es – su divinidad -, para hacer florecer nuestra
humanidad.
Jesús
es Dios que se “humaniza”, Dios que se nos da, Dios que se nos entrega, porque
su deseo más grande 4 es que lleguemos a ser como él es, a pensar como él
piensa, a sentir como él siente, a amar como él ama, a actuar como él actúa,
siempre con bondad, con justicia, con libertad, en la verdad; sintiéndonos
hermanos los unos de los otros, porque nos reconocemos hijos de un mismo Padre.
Leyendo
los evangelios, podemos darnos cuenta de que toda la vida de Jesús, desde su
nacimiento en Belén hasta su muerte de cruz, e incluso sus apariciones después
de la resurrección, tal y como fueron referidas por los evangelistas, fue una
larga serie de “encuentros”, en los cuales comunicó a los hombres y mujeres con
quienes compartió su existencia en el mundo, su fe, su amor, y su esperanza.
La
samaritana, María Magdalena y Simón Pedro, Zaqueo y la mujer adúltera, la
cananea y su hija, la hemorroísa y el ciego Bartimeo, Jairo y su hija, Lázaro,
Marta y María de Betania, Mateo y Tomás, Felipe y Andrés, el joven rico y la
mujer encorvada, Juan y Santiago, el hombre de la mano seca y el endemoniado de
Gerasa, la viuda pobre y el sordomudo, José de Arimatea y Dimas, el buen
ladrón, Nicodemo y el leproso agradecido, la suegra de Pedro y el centurion
romano, Simón de Cirene y todos los hombres y mujeres que se cruzaron en su
camino, nos dan su testimonio: su “encuentro” con Jesús marcó definitivamente
sus vidas, y desde el mismo momento que lo tuvieron frente a frente, empezaron
a ser personas nuevas, seres humanos verdaderamente libres…
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